sábado, 18 de abril de 2015

Empresas en mercados oligopolísticos con inversores institucionales comunes

En Derecho de la Competencia, las participaciones minoritarias han sido objeto de preocupación desde hace tiempo porque pueden reducir la competencia entre empresas en un mismo sector que comparten accionistas. Por ejemplo, si Ryanair tiene una participación minoritaria en Aer Lingus, y ambas empresas compiten (son las dos irlandesas), los incentivos de Ryanair para competir agresivamente con Aer Lingus se reducen porque, si le roba cuota de mercado o reduce los precios y provoca pérdidas a Aer Lingus, Ryanair obtiene los beneficios correspondientes – aumentando su cuota de mercado y sus beneficios – pero también sufre una pérdida en el valor de su participación en Aer Lingus. De ahí que, en los últimos años, la existencia de participaciones cruzadas se tenga en cuenta en el análisis de las operaciones de concentración para determinar si éstas producen una reducción de la competencia significativa en los mercados correspondientes. También en el Derecho de Sociedades las participaciones recíprocas están reguladas específicamente (art. 151 LSC)

Un problema más reciente es el de los efectos de la propiedad de los inversores institucionales, es decir, en qué medida reduce la competencia en un mercado el hecho de que los principales operadores sean empresas cotizadas en bolsa y que sus accionistas significativos sean los mismos. Los inversores institucionales (fondos de inversión, fondos de pensiones, aseguradoras…) ostentan más del 70 % del capital disperso de las sociedades cotizadas. Es perfectamente posible que un gran fondo sea el principal accionista – con una participación minoritaria – de las principales aerolíneas. Su interés como accionista en maximizar el valor de su cartera le llevará a no presionar excesivamente a los gestores de las distintas compañías aéreas para que compitan agresivamente entre sí. Porque esa competencia agresiva beneficiará a los consumidores – precios más baratos de los billetes de avión – a costa de reducir los beneficios de todo el sector. Como el fondo de inversión tiene intereses en todas las compañías, preferirá que exista menos competencia en el sector y que los beneficios totales de todo el sector sean mayores a que una de las compañías en las que invierte aumente su valor si es a costa de la disminución del valor de las participaciones que ostenta en las demás compañías del sector.


Para que tal efecto sobre el mercado se produzca, es necesario que el fondo de inversión sea el principal accionista de varias empresas que compitan entre sí; que su condición de accionista significativo de todas ellas sea conocido por los gestores de cada una de ellas y que los gestores tengan incentivos, en tal caso, para reducir la competencia. Estas circunstancias parecen darse en el mercado de las aerolíneas en los EE.UU. Cuando el mercado tiene estructura oligopolística (unas pocas empresas reúnen en conjunto tres cuartas partes del mercado), los gestores que controlan las decisiones competitivas de las compañías (no hay un accionista de control que imponga sus intereses a los administradores), sabedores de que sus accionistas institucionales lo son también de sus competidores, recibirán un mensaje muy claro: “no entres en una guerra de precios porque saldremos todos perdiendo menos uno de nosotros y nuestros accionistas son comunes, de manera que les perjudicaremos en el valor de sus inversiones”. Naturalmente, son los consumidores los que salen perjudicados.

Los mercados oligopolísticos son proclives a la colusión tácita ya de por sí, de manera que la presencia de accionistas significativos comunes a los oligopolistas refuerza los incentivos para dicha colusión tácita (ver aquí para una exposición general de los problemas de competencia de los mercados oligopolistas). Sin embargo, de acuerdo con las reglas del Derecho de la Competencia, los oligopolistas no pueden ser sancionados por colusión tácita si no ha existido algún tipo de coordinación explícita entre ellos, es decir, si los resultados de mercado – comportamiento semejante de los oligopolistas en el mercado subiendo precios o modificando condiciones contractuales – no va acompañado de algún indicio de que han cooperado intercambiando información, por ejemplo, o estableciendo un “focal point” que les permita la coordinación. La existencia de inversores institucionales con participaciones significativas en las principales empresas de un sector, simplemente, refuerza la estabilidad de la cooperación tácita entre los oligopolistas. Lo interesante es que no es necesario que estos accionistas comunes sean “activos” en el sentido de que intervengan, a través de su derecho de voto, en la gestión de la compañía. Los inversores institucionales son, normalmente, pasivos y nunca interfieren en la gestión. En los últimos años, lo que se ha apreciado es que intervienen cada vez más en cuestiones de gobierno corporativo (aquí y aquí) y, más recientemente, aprobando o rechazando las “propuestas” de cambio en la gestión que realizan los llamados “accionistas activistas”.

Este es el resultado del estudio realizado sobre las compañías aéreas en los EE.UU.  El resultado del estudio es que “la existencia de accionistas comunes tiene el efecto de reducir la independencia de las empresas. Un grupo de empresas propiedad de accionistas diversificados tenderán a actuar como una entidad única”. Esto es muy interesante desde el punto de vista del Derecho de Grupos. No hay grupo porque estos propietarios no actúan coordinadamente pero, al tener participaciones significativas en empresas competidoras entre sí, reducen velis nolis la competencia entre éstas.

El resultado es que el índice de concentración (Hirschman-Herfindahl) en esos mercados es mucho mayor del que se consideraba si se tienen en cuenta estas participaciones comunes en manos de los inversores institucionales. Y que los precios son entre un 3 y un 11 % mayores como consecuencia de la existencia de propietarios comunes en comparación con un mundo en el que no hubiera tales participaciones de un mismo inversor institucional en varias de las compañías del sector.

Posner y Weyl sugieren que estas dinámicas tienen efectos redistributivos importantes si suponemos que los que tienen su dinero en fondos de inversión son más ricos que los viajeros de avión y, por tanto, que contribuyen a aumentar la desigualdad, por lo que la regulación de los fondos de inversión debería prohibirles ostentar participaciones significativas en empresas competidoras. Y Matt Levine ha llamado la atención respecto al carácter más general del problema en cualquier proceso de concentración de empresas. De nuevo, si los inversores institucionales tienen una participación en la empresa adquirida y en la empresa adquirente, sus incentivos no coinciden con los de los administradores de esas compañías cuando negocian la fusión. Si la fusión genera sinergias y, por tanto, el valor de las dos empresas unidas es mayor que la suma de su valor por separado, los inversores institucionales querrán que se lleve a cabo si tienen participaciones simétricas en ambas compañías porque así aumenta el valor de su cartera en conjunto. Sin embargo, los administradores de una y otra tienen incentivos para negociar a cara de perro el precio mínimo (el comprador) o máximo (el vendedor) posible. Esto es, para repartirse la ganancia de la fusión reteniendo la mayor parte posible a través de una relación de canje o un precio en la OPA lo más bajo o alto posible. Y, en esa negociación, se puede perder mucho dinero porque es un juego suma cero y las partes tienen incentivos para invertir en abogados y asesores financieros hasta el punto en que su coste sea superior a la mayor porción de la tarta de la ganancia que retendrán para su empresa. Los inversores institucionales dirían a los administradores que da igual el precio o relación de canje. Que lo importante es que la fusión se lleve a cabo. Es un problema más de los que derivan – dice Matt Levine – del hecho de que los accionistas de las sociedades de capital disperso están diversificados mientras que los administradores tienen concentradas sus inversiones – empezando por el capital humano – en la compañía que administran.

La impresión que uno saca es que “microgestionar” las participaciones de los fondos de inversión en sociedades cotizadas es una quimera y que es probable que haya otros incentivos que pesen sobre las decisiones de estos fondos de inversión y que reduzcan el problema. Al fin y al cabo, la razón de ser de estos fondos de inversión es lograr la diversificación y la reducción del riesgo de las inversiones. No es muy razonable que un fondo de pensiones o una aseguradora concentre sus inversiones en un sector de la economía (las aerolíneas que, además, son un negocio muy cíclico) en magnitudes tales como para adquirir una participación significativa en cada una de las principales operadoras del sector. Lo racional es limitar la exposición al riesgo asociado a un sector de la economía distribuyendo las inversiones en muchos de ellos y reduciendo los riesgos, como cuando un abogado de quiebras se asocia con un abogado de fusiones y adquisiciones: cuando uno tenga trabajo es posible que el otro no lo tenga, y viceversa. Todo ello sin perjuicio de que, como dice Levine respecto a la columna de Posner y Weyl, los efectos redistributivos de prohibir a los fondos de inversión poseer participaciones significativas en más de una empresa de un sector oligopolístico son muy inciertos y están por demostrar.

Azar, José and Schmalz, Martin C. and Tecu, Isabel, Anti-Competitive Effects of Common Ownership (April 15, 2015)

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