lunes, 24 de noviembre de 2014

La resurrección del ordoliberalismo

Los de Podemos van a empezar de cero. Ferguson o Posner dicen que el liberalismo del laissez faire nos ha fallado. Nadie en Europa parece defender un Estado pequeño. ¿Es el ordoliberalismo una concepción de las relaciones entre el Estado y el Mercado que puede aportar algo a Europa tras la “gran recesión”?


Las ideas centrales del ordoliberalismo

Para los que se hayan dedicado al Derecho de la Competencia y para muchos estudiosos del Derecho Público, el Ordoliberalismo es un viejo conocido. Básicamente, los de la Escuela de Friburgo afirmaban que la función del Estado y del Derecho era la de preservar la libertad de todos los que participan en el mercado y asegurar que esa era una libertad real. La competencia libre y no falseada ha de preservarse porque así se preserva la libertad de todos a participar en el mercado: libertad de acceso – no hay actividades reservadas a unos pocos; no hay formas organizativas reservadas a ninguna élite – libertad de permanencia y libertad de salida. Para preservar la libertad de todos hay que prohibir los cárteles y hay que controlar a las empresas dominantes. Los cárteles son un “pecado” contra la libertad de los consumidores y la de las empresas que se relacionan con los cartelistas. El abuso de la posición de dominio implica que el dominante no está constreñido por las fuerzas del mercado y el Estado ha de intervenir para obligarle a comportarse “como si” estuviera sometido a la competencia.

Las intervenciones del Estado se justifican como reglas de “ordenación” o de “corrección” del mercado. El Mercado no es una institución natural. No puede servir a la libertad si no funciona conforme a reglas. Y el Estado ha de intervenir para crear las condiciones en las que la competencia pueda funcionar, para completar el mercado o para corregir sus resultados cuando la competencia no produce los efectos esperados porque la competencia está distorsionada por la presencia de particulares “poderosos”. El enemigo fundamental de la libertad no es el Estado, sino el “poder de mercado”. El Estado ha de ser independiente de los poderosos y ha de utilizar su poder único para lograr que los que tienen poder (grandes empresas, grupos de interés) actúen como si no lo tuvieran.
La Escuela de Chicago aceptó la centralidad de la competencia pero rechazó que la intervención del Estado pudiera tener, ni siquiera generalizadamente, esos efectos beneficiosos en la configuración de los mercados libres y en la corrección de sus defectos. Por el contrario, confiaron mucho más en la capacidad de los mercados para autogenerarse y autorregularse.

La diferencia se explica, probablemente, por la mayor confianza en el Estado y en sus burocracias de los centroeuropeos en comparación con los anglosajones. Recuérdese que Europa continental ha disfrutado desde antiguo de una Administración Pública que sirve con imparcialidad los intereses generales. Hasta los jueces son funcionarios públicos seleccionados como se selecciona a los burócratas y los políticos tienen una influencia limitada en la selección de los funcionarios. El Estado, para los centroeuropeos, es la garantía de que el el pez grande no se comerá al chico. Es la garantía de la igualdad de oportunidades en el Mercado: “sin un gobierno fuerte… las diferencias de poder entre los distintos intereses privados impediría que el mercado desplegase sus benéficos efectos sobre la Economía y la Sociedad”. Fukuyama ha rescatado esta idea sobre la base de su repaso histórico de la Política. Frecuentemente, los reyes o poderes centrales actuaron en interés de los particulares que, sin la intervención real, se veían sojuzgados por los nobles o las instituciones intermedias de la Sociedad (gremios en las ciudades, señores en el campo). Países como Francia o España, en los que el Rey sometió a la nobleza pero no cortó la cabeza a esos nobles, acabaron explotando a las clases populares – que soportaban toda la carga fiscal – en beneficio de los privilegiados que, a cambio, aceptaron someterse a los designios reales. Alemania – el país más admirado del mundo según las últimas encuestas – logró un Estado fuerte y limitó el poder político de los grupos más poderosos (Rey incluido, Estado de Derecho, supremacía del Derecho, rule of Law) antes que la democracia. Los ordoliberales confiaban en que la intervención del Estado podía dirigirse hacia regulaciones “conformes con el mercado” y sólo excepcionalmente, regulaciones que sustituyeran al mercado cuando, por la presencia de externalidades u operadores poderosos, el mercado no podía funcionar. En tal caso, el Estado había de simular los resultados que se habrían obtenido de haber existido un mercado libre.

Este Estado ha de abstenerse de tomar medidas que puedan debilitar las tres fuerzas fundamentales del mercado (Franz Böhm): “la tendencia a reducir costes (recuérdese que la competencia es, en realidad, un mecanismo para averiguar quién puede producir cada producto o servicio a menor coste encargándole que lo haga); una tendencia a reducir los beneficios en el largo plazo (porque beneficios elevados atraen nuevos competidores que entran en el mercado y, por tanto, reducen los beneficios de los incumbentes) e incrementar los beneficios en el corto plazo a través de reducciones de costes e incrementos de productividad (ante la amenaza de la entrada de nuevos competidores, reducir los costes e incrementar la productividad evita a los incumbentes ver erosionados sus beneficios a largo plazo por la presencia de nuevos entrantes en el mercado que no entrarán si no pueden igualar la eficiencia de los que ya están en él)”.

Las medidas para proporcionar ingresos a todos los miembros de la sociedad – lo que llamaríamos política social o construcción de un Estado del Bienestar – están limitadas, en la concepción ordoliberal, por el principio de autorresponsabilidad. Cada individuo es responsable de su propia vida.

La competencia y la libertad económica tienen su lugar en las decisiones económicas de los individuos, pero no son el principio de ordenación de toda la Sociedad. Röpke decía en 1950:
“tiene que haber un Estado fuerte, sordo a las hordas hambrientas de los intereses particulares organizados, con un elevado estándar ético en la conducción de los asuntos y una comunidad de personas íntegra dispuesta a cooperar los unos con los otros que se sientan vinculados a la Sociedad y se consideren parte firme de ella”.
Obsérvese la confianza de los ordoliberales en la capacidad de los miembros de la Sociedad para cooperar y para llegar a acuerdos explícitos e implícitos entre ellos. Esta confianza solo es posible si todos los miembros de la Sociedad se consideran partícipes de los beneficios de serlo y no ven a sus conciudadanos como rivales en el consumo de los bienes de todos.

Lo que hace liberal al Ordoliberalismo es que la función y justificación del Estado fuerte e intervencionista se encuentra en la protección de la libertad de los individuos para llevar adelante sus propios proyectos vitales libres de influencias o restricciones indebidas por parte de los agentes sociales con poder de cualquier tipo (poder económico – empresas dominantes – poder para limitar el acceso a la Cultura, al ocio – asociaciones – o a la educación).

El control del poder estatal se logra gracias a la democracia, a la división de poderes y al federalismo y a los límites recíprocos que soportan todos ellos: la democracia, en la Constitución, algunas de cuyas cláusulas se consideran inmodificables (“la dignidad del ser humano es intocable”); la división de poderes, en el deber de cooperación y respeto a las respectivas competencias y el federalismo, como garantía de dispersión del poder también geográficamente.

Se preguntan los autores acerca de qué lecciones podrían extraerse del Ordoliberalismo para la crisis. Algunas son evidentes: los ordoliberales no hubieran aceptado la existencia de bancos “too big to fail”. Simplemente un mercado en el que aparecen empresas que, si quiebran, generan una ola de pérdidas sobre el resto de la sociedad no puede existir. Hay que obligar a esas empresas a dividirse y reducir su tamaño hasta el punto de que su quiebra sea internalizada por los accionistas y acreedores. Del mismo modo, los rescates de bancos están prohibidos. El principio de responsabilidad obliga a los accionistas y a los acreedores de los bancos a soportar las pérdidas y no a imponerlas sobre los contribuyentes.

Los ordoliberales – nos dicen – no habrían tenido inconveniente alguno en regular estrictamente los derivados y todos los productos financieros basados en multiplicar el endeudamiento y en arriesgar muy poco capital: los mercados no son casinos y los consumidores no pueden especular. El juego está prohibido y los derivados puramente especulativos no son mas que una apuesta o juego. Una regulación estricta – rayana en la prohibición – sería la política seguida por los ordoliberales en relación con las innovaciones financieras. Y, si juzgamos por lo que hicieron los alemanes con todas sus sociedades anónimas, sin duda que los ordoliberales habrían limitado severamente el endeudamiento de los bancos exigiéndoles cifras de capital de tal envergadura que el principio de responsabilidad quedara asegurado. Los ordoliberales tampoco hubieran sido muy amigos de la “autorregulación” y hubieran prescrito una clara separación entre reguladores y regulados.

Pero el mayor atractivo del ordoliberalismo en situaciones en las que el consenso social necesario para emprender reformas parece haberse perdido es precisamente que “puede constituir un compromiso entre los diferentes campos políticos… la principal contribución que puede hacer el ordoliberalismo al análisis de la crisis y a las vías para salir de ella tiene que ver con que incluye un análisis de la regulación necesaria mucho más afinado”: la regulación tiene que ser sistemática, no discrecional; basada en la correlación entre riesgo y responsabilidad, en evitar las medidas ad hoc y cortoplacistas y bien fundadas en los principios que se consideran deseables con carácter general y permanente.

Mathias M. Siems and Gerhard Schnyder

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