jueves, 10 de julio de 2014

Corporaciones y sociedades de personas (II)



Responsabilidad limitada y control sobre los activos sociales


Hansmann/Kraakman/Squire sugieren que la diferencia fundamental entre las sociedades anónimas y la sociedades de personas se encuentra en el control que disfrutan los socios sobre los activos sociales, control directo en las segundas y no-control en las primeras (el control corresponde a los administradores sociales que ostentan una posición independiente respecto de los accionistas). Esta diferencia justificaría por qué se otorga responsabilidad limitada a los socios de las anónimas e ilimitada a los socios de las segundas. Curiosamente, es este “control” también lo que diferencia la posición de un copropietario respecto de la de un miembro de una persona jurídica (mediato, inmediato). 

Debe señalarse que nunca se planteó que los socios de una sociedad anónima pudieran responder de las deudas sociales. Lo que se discutió, en el siglo XVII, era si respondían los gestores que eran también accionistas lo que confirmaría la correlación entre control de los activos y responsabilidad ilimitada. Y no se discutió porque la idea de que la corporación era un sujeto de Derecho hacía obvia la respuesta: las deudas eran de ese sujeto de derecho, no de los participantes o accionistas que se concebían, por analogía, con las formas de financiación empresarial precedentes, como prestamistas mucho más que como “titulares residuales” o “propietarios” de la compañía en el sentido actual.

Por su parte, los socios de una sociedad de personas, auténticos propietarios de los activos puestos en común para el desarrollo de la empresa, lograban limitar su responsabilidad mediante técnicas distintas de la concesión por la Ley del privilegio de la responsabilidad limitada (doctrina ultra vires, derecho de abandono, configuración de la posición del socio como un prestamista o como socio comanditario – cuentas en participación –…). Por tanto, tienen razón los autores citados cuando afirman que la responsabilidad limitada de los socios por las deudas sociales podía lograrse a través de mecanismos contractuales, es decir, que no requería de una intervención expresa del legislador.

En ese mismo trabajo afirmaban que los tipos societarios más recientes en el Derecho norteamericano (la Limited Liability Company y la Limited Liability Partnership) combinan – como la sociedad limitada alemana y, desgraciadamente no, la sociedad de responsabilidad limitada española –
“el modelo de (protección de los) derechos de los acreedores (… las reglas de división de activos asset partitioning)… que son típicas de la sociedad de estructura corporativa con la libertad para contratar entre sí que el Derecho de las sociedades de personas proporciona a los inversores y gestores. Si se considera que estos nuevos tipos societarios deben calificarse como sociedades de personas, entonces es que se considera que la libertad contractual es la diferencia esencial entre sociedades de personas y sociedades de estructura corporativa; si se considera que son un tipo de sociedad de estructura corporativa, es que se admite que la diferencia esencial entre ambas es el tratamiento de los derechos de los acreedores… lo que, a nuestro juicio, es más exacto”.
En su opinión, la rigidez histórica de la sociedad anónima (la falta de libertad contractual/estatutaria en este tipo societario) se explicaba, precisamente, como un mecanismo de protección de los inversores y de los acreedores, de modo que, cuando se estuvieron disponibles nuevos instrumentos y mecanismos de protección de estos intereses, esta rigidez devino innecesaria.

A su juicio, pues, los socios podían elegir entre control y responsabilidad limitada, pero no podían tener ambos. Eso se traducía en que, hasta el momento histórico en que la sociedad anónima puede constituirse libremente (deja de necesitarse una concesión del Rey o del Parlamento), la protección de los acreedores de las compañías se fiaba a la correlación entre quien controla los activos sociales (que puede, por tanto, distraer en perjuicio de los acreedores) y quien respondía. Prueba de ello sería el caso de la sociedad comanditaria, una sociedad de personas en la que se prohíbe a los socios que tienen limitada a su aportación la responsabilidad por las deudas sociales, intervenir en la gestión social. Los socios comanditarios, en la medida en que no gestionan, podían ser responsables limitadamente puesto que no tenían la posibilidad de expropiar a los acreedores.

Cuando se generalizan las sociedades anónimas – a finales del siglo XIX –, dicen los autores que

La protección de los acreedores exige rigidez:

“las primeras leyes de sociedades anónimas en los EE.UU. se dictaron pensando en grandes empresas con muchos accionistas todos ellos con participaciones semejantes en el capital social y con una muy amplia atribución de competencias al Consejo de Administración respecto al funcionamiento de la empresa. Estaban prohibidas las estructuras de control que reforzaran los poderes de los accionistas, semejantes a las que existen en las sociedades de personas y que hubieran permitido a los accionistas controlar directamente la gestión de la empresa”
Si los accionistas no pueden gestionar o intervenir en la gestión, tampoco pueden decidir sobre los activos sociales, ni, en consecuencia, apoderarse de ellos en perjuicio de los acreedores. Al contrario, gracias a una separación rígida de la administración social respecto de los socios-titulares residuales, se reduce enormemente el conflicto entre accionistas y acreedores porque sus intereses se alinean: ninguno (ni los accionistas, ni los acreedores) quiere que los administradores se queden con los activos.

Esta correspondencia entre control de los activos y responsabilidad se completa con la doctrina del capital: los accionistas no pueden retirar los activos de la sociedad sin haber pagado previamente a los acreedores de la sociedad (“regla de la prioridad absoluta de los acreedores” y función del capital social de prevención de la insolvencia). Obviamente, “estas rígidas estructuras no se adaptan a las empresas pequeñas y a las sociedades cerradas” donde el control y las ganancias se distribuyen mediante acuerdos entre los socios, “En consecuencia, las empresas pequeñas continuaron organizándose como sociedades de personas – partnerships – “.

Según los autores (y Gilson), la liberalización del régimen de la sociedad anónima, a partir de finales del siglo XIX, fue posible y se explica porque se desarrollaron otros mecanismos que redujeron el conflicto entre accionistas y acreedores. “que permitieron a los acreedores evaluar, vigilar y controlar con mayor precisión la solvencia de las empresas en las que invertían” tales como la auditoría, la obligación de pagar impuestos de sociedades, el desarrollo del Derecho Concursal etc.

Pero este análisis es insuficiente. Ha de completarse con el fenómeno de la

Generalización de la sociedad anónima como forma predominante de las empresas manufactureras y comerciales en la segunda mitad del siglo XIX.


Si en los siglos XVII, XVIII y buena parte del XIX, la sociedad anónima era la forma reservada no ya a la gran empresa sino a tipos especiales de empresa en el siglo XIX y en muchos países europeos, la sociedad anónima era ya el vehículo utilizado para organizar empresas de muy distinto tamaño y con muy diferente grado de financiación dispersa sin que fuera una nota distintiva el que la compañía explotara un derecho monopolístico.
En particular, y por ejemplo, la escasísima regulación de la sociedad anónima del Código de 1829 define a los administradores como “mandatarios amovibles á voluntad de los socios”. (“Una corporación típica del siglo XVII se dedicaba al comercio trasatlántico… Una del siglo XVIII era una institución financiera… Una de finales del XVIII explotaba un canal. Una típica de mediados del XIX era una compañía de ferrocarriles” Harris, Ron , The Private Origins of the Private Company: Britain 1862–1907, Oxford J Legal Studies (Summer 2013) 33 (2): 339-378), El estudio de las sociedades anónimas francesas en el siglo XIX hasta la liberalización del régimen concesional apunta en la misma dirección. Mientras la sociedad anónima no estuvo disponible, en Francia se utilizó la sociedad comanditaria por acciones y, de hecho, se siguió utilizando masivamente hasta bien entrado el siglo XX. Según Rochat, en Francia, las sociedades colectivas representaban el  77% de las sociedades constituidas entre 1840 and 1859, el 83% entre 1860 and 1879 y todavía el 65% entre 1880 and 1913. Y, en Méjico, con un menú de formas societarias idéntico al de España, se observa, en la misma época, la prevalencia de la sociedad anónima y un menor protagonismo de la sociedad comanditaria por acciones ).
Lo que los estudios indican es que, a finales del siglo XIX, en todo Occidente, la corporación se había generalizado como forma de organización empresarial y que la elección masiva de la forma “sociedad anónima” o su menor utilización dependía, exclusivamente, del atractivo de otras figuras societarias alternativas y los relativos costes de constitución.

Ni el Derecho inglés, ni el Derecho norteamericano disponían de la figura de la sociedad comanditaria por acciones, lo que, por un lado, aceleró la liberalización de la constitución de sociedades anónimas en Inglaterra respecto de Francia (menos de 650 sociedades anónimas se constituyeron en Francia entre 1807 y 1867. En Inglaterra y en en los EE.UU., se constituían centenares cada año en la segunda mitad del siglo XIX una vez que, en 1855 se liberalizó – en Gran Bretaña – la constitución de sociedades anónimas) y, por otro, contribuyó a la generalización y “privatización” de la sociedad anónima en el sentido de que fue utilizada, en Inglaterra y EE.UU. como la forma prevalente de cualquier empresa manufacturera.

De ahí a una liberalización intensa de su régimen jurídico interno sólo hay un paso que se dará en función de dos circunstancias. La creación por el legislador de figuras alternativas – lo que permite mantener la rigidez de la forma anónima – y la competencia entre legisladores.

En Gran Bretaña, a comienzos del siglo XX aparece la private limited liability company. La intensa competencia entre legisladores estatales en los EE.UU., explica perfectamente que, a lo largo del siglo XX, la corporation se haya “contractualizado” en mucha mayor medida que en Europa Continental. La sociedad anónima en Francia, por el contrario, se utilizó en sectores económicos específicos (minas, transporte, banca, seguros) mientras que fue la sociedad comanditaria por acciones era la forma general de corporación. En Alemania, la aparición de la GmbH permitió “reservar” la sociedad anónima para las grandes empresas al proporcionar un tipo societario de estructura corporativa pero de gran sencillez de constitución y flexibilidad interna.

La conclusión de Hansmann/Kraakman/Squire es que, si la sociedad anónima – en los EE.UU. y, probablemente también en España – ofrece suficiente flexibilidad para atender a las necesidades de las sociedades cerradas, las nuevas figuras no aportan gran cosa salvo las ventajas fiscales.

Se puede estar de acuerdo con tal afirmación si se comprueba que la elección de la sociedad limitada por los operadores frente a la sociedad anónima se explica, casi completamente, por las normas sobre el capital social mínimo y la mayor burocratización de la sociedad anónima (aquí y aquí). Y, en fin, que un legislador más coherente y rígido (como lo fue el alemán), habría hecho muy costosa la constitución de sociedades anónimas y proporcionado una alternativa para las sociedades cerradas, bien reduciendo los costes de constituir una sociedad anónima “simplificada” (Francia) o bien otorgando responsabilidad limitada a los socios de la sociedad colectiva (a través de la sociedad de responsabilidad limitada, el “invento jurídico” alemán más exitoso de la Historia), orientando así a los particulares a utilizar la forma sociedad anónima exclusivamente para los casos en los que se diera una separación entre la propiedad y el control y un conflicto grave entre accionistas y acreedores. Un legislador menos ilustrado, como el español, habría terminado por establecer un régimen específico para la sociedad anónima cotizada.

Este análisis no incluye un aspecto que nos parece fundamental para la construcción del Derecho de Sociedades:

El carácter de persona jurídica de la corporación frente a la ausencia de personalidad jurídica de las sociedades de personas es la diferencia histórica más relevante.


Mucho más, a nuestro juicio, que la diferente protección de los acreedores sociales (responsabilidad limitada pero límites al control de los activos sociales por parte de los accionistas en la corporación vs. responsabilidad ilimitada y libertad de disposición de los activos por parte de los accionistas en las sociedades de personas). O, mejor dicho, lo distinguía en países como España y lo sigue distinguiendo aunque sólo formalmente en países como Alemania

El nacimiento de las corporaciones en el siglo XVII, es decir,  la organización del patrimonio común como una persona jurídica (patrimonio separado propio de las corporaciones) en lugar de un sistema de propiedad colectiva – de los socios – de los bienes afectos a la actividad de la empresa social, sea ésta la copropiedad (392 ss CC) o la comunidad en mano común, distinguía históricamente de modo esencial al accionista del socio de una sociedad colectiva

A finales del siglo XIX se producen, simultáneamente, dos fenómenos jurídicos de la mayor importancia: el legislador liberaliza la constitución de sociedades anónimas (y ésta se generaliza como forma organizativa de cualquier tipo de empresa y no solo de empresas “privilegiadas”) y atribuye personalidad jurídica a las sociedades de personas (art. 1669 CC, art. 116 II C de C).

Con ello, el legislador elimina una diferencia sustancial entre sociedades anónimas y sociedades de personas. Ya no se distinguirán por su función económica (financiación, en el caso de la sociedad anónima de proyectos empresariales que requieren de un privilegio vs. ejercicio de una empresa en común, en el caso de la sociedad colectiva) ni tampoco por el estatus jurídico de los socios (la posición del socio de una anónima y del socio de una colectiva en relación con el patrimonio social es semejante). Y, en consecuencia, tampoco habrá diferencias sustanciales desde el punto de vista de la valoración constitucional: ser accionista y ser socio colectivo es lo mismo desde esta perspectiva. Ambas condiciones son expresión del libre desarrollo de la personalidad de los individuos en forma de perseguir colectivamente los fines vitales de cada uno. La diferencia queda reducida a la de meras técnicas alternativas de organización de la cooperación entre individuos. No queremos decir, por supuesto, que no haya diferencias – muy sustanciales – entre ambos tipos de organizaciones, como todos los estudiantes de Derecho de sociedades han de conocer.

La referencia de Hansmann/Kraakman/Squire a la aparición de otros mecanismos de protección de los acreedores a lo largo del siglo XX es importante pero en un sentido diferente al que describen. En efecto, aparecen mecanismos legales – imperativos – y mecanismos contractuales. Estos incluirían, al menos, los siguientes: la contabilidad, el reforzamiento de la auditoría y de las obligaciones tributarias, la obligación de publicar las cuentas, el reforzamiento de la responsabilidad concursal y preconcursal de socios y administradores (obligatoriedad de la presentación de la solicitud de concurso); la obligatoriedad de adopción de medidas preventivas de la insolvencia (reducción de capital, disolución…); la aparición de instrumentos privados que dispersan y organizan la información sobre la solvencia de las empresas (registros de solvencia); la mejora de los mecanismos para obligar al cumplimiento de los contratos y el agravamiento de las consecuencias para el deudor moroso; la generalización de la doctrina del levantamiento del velo; la protección penal del crédito empresarial incluyendo delitos específicamente societarios frente al genérico de alzamiento de bienes; el agravamiento de la responsabilidad extracontractual de socios y administradores cuando se desarrollan actividades peligrosas; la obligación de aseguramiento; la responsabilidad personal de los socios que realizan actividades profesionales; la generalización de las garantías previas para poder desarrollar actividades que puedan generar daños a terceros; el desarrollo de las garantías financieras a través de la cesión de créditos futuros o la responsabilidad penal – junto a la civil – de las personas jurídicas.

Pues bien, lo que se deduce de esta evolución es, precisamente, que la tutela de los acreedores de las compañías se ha “externalizado” respecto del Derecho de Sociedades. Las normas del Derecho de sociedades se han especializado y se ocupan de las relaciones contractuales entre los socios mientras que la protección de los terceros que se relacionan con sociedades se remite a otros conjuntos normativos y sólo secundariamente al Derecho de Sociedades. La decadencia de la doctrina del capital social es la máxima expresión de dicha evolución.

Lo que importan subrayar es que estas dos evoluciones (la generalización de la personalidad jurídica para todos los tipos societarios y la pérdida de protagonismo del Derecho de sociedades en la protección de los acreedores) tienen una consecuencia de gran importancia para el Derecho de sociedades y es ésta que hace posible y debido concebir el Derecho de Sociedades como Derecho de las Organizaciones, con una “Parte General” omnicomprensiva. Se altera, además, la carga de la argumentación: el que alegue que distintos principios o reglas deben aplicarse a la sociedad anónima y a la sociedad colectiva, habrá de argumentar qué hay en la arquitectura de la organización específica (anónima, limitada, colectiva, agrupación de interés económico…) que haga preferible una regla supletoria respecto de otra o que impida a los socios adaptar dicha arquitectura a sus necesidades concretas. Ni la necesidad de proteger a los acreedores, ni la distinta naturaleza de la titularidad del patrimonio que se ostenta colectivamente por los socios justifican ya tales opiniones.

2 comentarios:

Carlos Pérez dijo...

Estimado profesor Alfaro
Quiero proponete una visión diferente (y creo que no estudiada) relacionada con el tema. Se trata de concluir que para nuestro legislador hay una relación entre responsabilidad limitada a la aportación-objeto social-ámbito de las facultades representativas.
Me explico:
Creo que hay una relación entre la falta de limitación de las facultades representativas de los administradores por el objeto social y la responsabilidad de los socios por las deudas sociales.
A diferencia de en las sociedades de capital en las sociedades de personas el objeto social es límite de las facultades representativas (Por el artículo 128 a contrario y del 132 del Código de Comercio para la colectiva; y respecto a la sociedad civil nos dice PAZ ARES que “el poder de los administradores se dibuja en función del fin social. Ha de entenderse en conclusión que los administradores gozan de poderes ilimitados, siempre y cuando se muevan dentro del objeto social”).
Y es que en las sociedades de personas los socios al concertar el contrato de sociedad no sólo consintieron poner en común bienes, dinero o industria con ánimo de partir entre si las ganancias (art. 116 CCM y 1665 CC) sino que además asumieron el riesgo de responder con su propio patrimonio de las deudas de la sociedad pero siempre que dichas deudas fueran contraídas en el desarrollo del objeto social, única actividad por la que ellos responderán personalmente. De manera que si el administrador se excede la sociedad no queda vinculada, y por ende tampoco el patrimonio personal de los socios.
En cambio en las sociedades de capital (SA, SL), como es conocido, aunque los socios prestaron su consentimiento a un determinado objeto social, los administradores no están limitados por el mismo (art. 234 LSC) si bien, este “exceso respecto al consentimiento plasmado en el contrato de sociedad” tiene su contrapartida en que la responsabilidad de cada socio se limita a su aportación.
El anterior razonamiento nos conduce al tema práctico fundamental: Dado que hemos deducido la existencia de un principio general por el que cuando el socio responde con su propio patrimonio de las deudas sociales dichas deudas deben haber nacido exclusivamente del desarrollo del objeto social, cuando estemos ante una SA o una SL en formación no se podrá reclamar contra el socio para “que cubra la diferencia” cuando las deudas procedan de actos más allá del objeto social. Es decir, la responsabilidad personal que el socio puede tener vía responsabilidad diferencial (sé que para ti no obligan a cubrir la diferencia mediante nuevas aportaciones sino a reducir capital, pero imagínate que dichas deudas han hecho que el patrimonio sea inferior al capital social mínimo) únicamente puede justificarse por deudas contraídas en el ejercicio del objeto social.
En definitiva: Aunque el art. 234 LSC se aplica a las sociedades de capital en formación, su aplicación no puede hacer que los socios respondan personalmente (como si de una sociedad de personas se tratara) en virtud de actos que si de una auténtica sociedad de personas fuera nunca responderían.
Y es que preguntémonos ¿Es lógico que el socio de una sociedad en formación deba responder personalmente por actos no incluidos en el objeto social, y en cambio cuando pase a ser sociedad irregular no deba responder por los mismos? ¿O el que un mismo acto se ejecute antes de transcurrir un año desde el otorgamiento de la escritura motiva que los socios por responsabilidad diferencial deban responder personalmente y si es un año después, al ser sociedad irregular, ya no responderán?
¿Qué opinas Jesús?

JESÚS ALFARO AGUILA-REAL dijo...

De acuerdo, de hecho, históricamente, la doctrina ultra vires servía para limitar la responsabilidad de los socios por las deudas contraídas por los administradores fuera del "mandato", o sea, de la actividad que constituía el objeto social. Si reescribes el comentario, encantado de publicártelo como entrada

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